Escribe: Francisco Huenchumilla Jaramillo, senador.
La actualidad nacional, la mayor parte del tiempo, constituye una vorágine de hechos, discusiones y acontecimientos que se suceden, uno tras otro y sin parar, hasta consumir nuestro día a día. Puntos más, puntos menos, se discuten temas que son relevantes para el devenir político y económico de la nación: por ejemplo, en los últimos días y semanas, han estado en el tapete de la discusión materias tan relevantes como un nuevo Royalty minero, o la inminente postergación del proceso eleccionario, que hasta hace poco, iba a tener lugar en abril.
Junto con reconocer la atención que merecen estas discusiones en la construcción de un futuro con perspectivas, no podemos tampoco restar urgencia a las necesidades más inmediatas y apremiantes de la gente. La buena política, por naturaleza, siempre tendrá una doble misión: cimentar el futuro, pero también salvaguardar el presente, sobre todo de cara a quienes más lo necesitan.
Así, una de las deudas más graves del injusto y desigual modelo de desarrollo que hemos construido, es la cantidad de personas y familias que habitan en campamentos, viéndose privadas de las más elementales condiciones de dignidad humana. En el último tiempo, las estadísticas sólo empeoran: datos entregados por Techo-Chile y la Fundación Vivienda dan cuenta que más de 81 mil grupos familiares habitan los 969 campamentos existentes en Chile. Desde octubre de 2019, las familias viviendo en campamentos han aumentado en un 74%.
Asimismo, la cantidad de campamentos en el país ha aumentado un 20%, para el mismo periodo. ¿Los motivos? Entre otros, las crisis de las economías familiares, a partir del estallido social, lo que ha empeorado más aún dada la pandemia del Coronavirus. La situación en la Región de La Araucanía, que represento en el Senado, dista de ser más auspiciosa: para nuestra zona, el mismo estudio cifró que la cantidad de familias viviendo en campamentos aumentó en un impresentable 315,4%. El número de estos asentamientos, por su parte, aumentó en un 128%.
Pero el mayor problema, sin duda, es que las cifras deshumanizan las realidades. Vivir en estos asentamientos expone a miles de personas, de todas las edades, a condiciones de indignidad. Ocupan viviendas precarias, están a merced del frío y la lluvia en el invierno –que ya se acerca–, y carecen de los servicios básicos más elementales. Entre ellos está el agua, elemento vital para la prevención de enfermedades, y para mantener las condiciones de higiene que la prevención del Covid-19 nos exige a todos.
Si en lugar de sólo cifras, la opinión pública conociera más a fondo estas condiciones de vida inhumanas, seguramente el sentido de urgencia para enfrentar este drama social y humano, sería distinto.
Por otra parte, esta crisis es la mayor demostración de que la política habitacional de Chile amerita una revisión profunda, porque no responde al problema endémico de los campamentos, o a lo menos, porque no se ha puesto al día de la situación que experimentan miles de familias al día de hoy, dado el actual contexto económico y sanitario. Lo evidente es que el ritmo de crecimiento de los campamentos, superó al ritmo de avance que tiene la política de vivienda social en el país.
Más aún, es relevante consignar que el problema de la vivienda en Chile se enfrenta, desde hace años y en una buena proporción, desde la perspectiva de la caridad. El modelo neoliberal que ha cimentado nuestro desarrollo, y la Constitución Política que lo resguarda, minimiza el rol de nuestro aparato estatal al respecto. Terminan encargándose de este problema instituciones de voluntariado. Sin querer desmerecer su inmenso aporte, este debería ser un tema de estado.
En este sentido, y de acuerdo con el ordenamiento jurídico que actualmente rige al país –la Constitución de 1980–, explorar soluciones más amplias en este sentido, es algo que depende de la voluntad política del Ejecutivo; y específicamente, del presidente, toda vez que la decisión de, por ejemplo, multiplicar la construcción de viviendas sociales, depende en gran medida de destinar más recursos para ese fin. El mensaje desde el Congreso y el Senado, y en específico, de este senador, es fuerte y claro: visibilicemos este problema, y si existe voluntad política, que ello se materialice en iniciativas legales. Los votos estarán para llevar adelante las soluciones.
Esta es sin duda una realidad muy dura, que oculta nuestro fracaso como sociedad, así como el fracaso del ortodoxo modelo de desarrollo que regenta a Chile. El problema de los campamentos no es aceptable, desde ningún parámetro ético, sobre todo, cuando desde la política hemos pregonado por años la construcción de una sociedad democrática, más justa y humana para todos. No somos pocos los que soñamos con un Chile distinto, donde la dignidad humana opere de manera independiente al bolsillo de cada cual. A eso aspiramos, con el trabajo que inicie la próxima Convención Constitucional.