Escribe: Carolina González, jefa de operación social Hogar de Cristo Valparaíso.
Como psicóloga y perito forense con años de experiencia, sé que es imprescindible que la justicia penal sea condenatoria con los victimarios, pero al mismo tiempo reparatoria con las víctimas.
El jueves 8 de septiembre nos enteramos que el Tribunal de Juicio Oral de Valparaíso declaró culpables a los dos hombres que montaron una red de explotación sexual comercial en torno a la residencia Anita Cruchaga en Viña del Mar. Fueron tres meses de juicio, pero desde que iniciamos las primeras denuncias han pasado cuatro años. Las niñas ya son mujeres.
Hoy tenemos este fallo inédito; es primera vez que el delito se llama como lo que es: explotación sexual comercial de menores de edad, y no “prostitución infantil”, como se le decía siempre erróneamente. Esto, sin duda, sienta un precedente y nos alegra. Fuimos varios los profesionales que veíamos a las niñas como víctimas y buscamos defenderlas de estos siniestros delincuentes, y debemos sentirnos satisfechos. Pero lo dramático del caso es que muchas de las chicas que declararon en la causa incluso hoy no se consideran víctimas aunque les duele hasta el aliento, como canta Serrat.
Para sanar una herida hay que verla, saber dónde está, por qué duele. Si no la ves, te hace daño, pero no la puedes curar.
Eso es lo que pasó con las adolescentes que fueron explotadas por estos hombres.
Las niñas en residencias de protección con tremendas historias de vulneraciones y abusos, particularmente sexuales, acarrean un nivel de daño tal, que, si no son tratadas por la sociedad y todo el sistema de protección con una perspectiva de género, seguirán reproduciendo el nefasto modelo patriarcal. Ese que llevó incluso a sus madres a hacer la vista gorda cuando un padrastro o una pareja ocasional abusó de ellas, que fue en muchos casos lo mismo que les pasó a ellas con sus madres, hoy las abuelas.
Para muchas de estas niñas, triunfar en la vida, salir adelante, es conseguir un hombre que las quiera, armar “familia”, quedar embarazadas, ceder a sus deseos. Por ese malentendido amor, son capaces de entregarse a otros, si él se los pide. Es un falso consentimiento el que ellas entregan, porque no tienen conciencia del abuso del que son víctimas, ya que su sí está mediado por sus historias de daño, abandono, abuso.
Y eso lo sabían los explotadores de las niñas de la Anita Cruchaga.
Con regalos, falso cariño, fiestas, droga, las iban envolviendo en una espiral de manipulación y deterioro. Y el sistema no ayudó a pararlos a tiempo. Porque para actuar en consecuencia con la gravedad del delito, todos –Carabineros, PDI, Cesfam, hospitales, colegios, tribunales, vecinos– debieron entender de inmediato que eran víctimas y no “cabras sueltas” que se portaban mal. Por eso creo que aquí hubo condena, sí, pero no reparación. Y que esas niñas, que hoy son mujeres con distintas suertes (incluida una que tiene un hijo de su explotador y otra que murió de sobredosis en la calle) siguen sin tener justicia.